Es difícil vivir en Luis Felipe, un lugar sin nada, los
fines de semana pasan como si nada, como si fuera un día más de la semana,
lleno de cojudos que se alegran y juntan su plata cuando se anuncia que alguna “orquestucha”
chichera (que para colmo ni siquiera son los originales sino sus imitadores) se
va a presentar en la plazuela del asentamiento. La basura que nace en las
esquinas gracias a los vecinos y que se reproduce hasta unos metros más allá
gracias a esos caninos callejeros que hacen de la concentración de basura su
banquete, a veces trato de encontrarle el lado bueno y pienso que la gente tira
su porquería con la intención de que los perros callejeros tengan de que alimentarse, pero lo pienso bien y… no, para
nada.
Mi asentamiento tiene dos locos (antes había tres), uno anda
por el mercado y los restaurantes pidiendo comida, gordito, le falta un diente
pero tiene la sonrisa mas honesta e inocente del pueblo; la otra: una señora
delgada, cabello ondulado y muy sucio, mirada de mujer amargada, responde
cuando los niños más grandes la molestan y se burlan de ella: te voy a meter
cuchillo- amenaza la pobre señora, incomprendida y asustada en un mundo en el
que nadie la entiende y no pretenden entender.
La gente de la calle. Gente de mal vivir, drogadictos, tristes
vendedores de pasta y marihuana (una marihuana muy mala por cierto) que no
llegan ni a dealers, orgullosos ladrones y borrachos y que se jactan de no
tener miedo a nada ni nadie: yo estoy en mi barrio compadre, que chucha va a
pasar. Son, sin duda, los que empeoran Luis Felipe; números uno como vendedores
de todo lo que roban, “todo para la cabeza” es su frase, todo por la pasta (la he probado
y no es gran cosa), los drogadictos más abanderados, angustiados, te ofrecen de
todo, a veces hasta parece broma lo que se les ocurre vender, desde lo más “normal”:
una prenda, pasando por un cachorrito “chusco” hasta un “ula ula o un pollo
muerto pelado. Es increíble pienso, pero después digo: son drogadictos pues y
son de Luis Felipe.
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